Voces que llaman

Conversión de María Benedicta


MI CONVERSIÓN
PARTE I

Mi hogar

En un primer viernes de mes, el 2 de Diciembre de 1904, vine al mundo en un hogar protestante, más bien dicho, ateo. Fueron mis padres el médico Dr. Alberto Daiber y doña Hildegarda Heyne, profesora graduada en Basilea (Suiza). Las familias Daiber y Heyne eran protestantes desde los tiempos mismos de Lutero. Contaba mi padre que su madre hubiera deseado que él fuera pastor, pero prefirió el estudio de la medicina; creyente hasta los treinta años, perdió la fe en Dios a esa edad y llegó al extremo de sostener la teoría de la generación espontánea. Precisamente por aquella época escribía opúsculos de divulgación científica sobre esas materias, opúsculos que yo a los doce años ya sabía casi de memoria. Además, en una época anterior a mi nacimiento, mi padre había sido masón durante once años, pero tuvo el valor de salirse de la masonería y divulgó sus experiencias en un opúsculo: "Masón durante once años", lo que le acarreó graves molestias. Mis padres se hallaban ya en Chile, y con ocasión de su viaje a Europa, nací allá, en vez de ver la luz del mundo en la hermosa ciudad de Valparaíso.

Mi madre, desde muy temprano, había adoptado como sistema filosófico un panteísmo que se confundía con el ateísmo de mi padre en el fondo, pero ponía en él la nota de poesía. La gran cultura de mi madre y su talento poco común, sirvieron también a la difusión de las ideas panteístas, y mientras ella estaba esperando con ansias indecibles y elevados sentimientos mi nacimiento, escribió un libro que durante largos años fue para mí la piedra de escándalo que me alejaba de la Iglesia Católica. Era una novela, y el protagonista, un religioso que, después de ásperas luchas llegó – según mi madre al panteísmo, como a la única concepción filosófica verdadera. Escrita con una convicción profunda, en un estilo admirable, lleno de poesía, la novela, titulada "¿Qué es la verdad?", se difundió rápidamente y llevó el veneno de la incredulidad a innumerables almas.

Por lo demás, mi hogar hubiera sido un hogar modelo, si en él hubiese reinado la fe; los sentimientos elevados de mi madre y la rectitud de mi padre ejercieron en mi alma desde muy temprano su saludable influencia. Mi madre no quería acercarse a mí sino con ideas elevadas y sentimientos nobles y cuando experimentaba alguna contrariedad o molestia, esperaba que renaciera en su corazón la calma y la paz antes de darme el pecho.

Sin duda, por razones de conveniencia, más que por otro motivo, un primo mío, pastor protestante, me bautizó según el rito luterano en febrero o marzo de l905. Este bautismo que probablemente fue válido, no dejó, según parece, grandes huellas en mi vida y a los ocho o diez años era yo, naturalmente, una atea consumada. Mi padre repetía continuamente en mi presencia: "No hay Dios", y como yo admiraba el talento de mi padre, aceptaba sin discusión esta afirmación monstruosa.

Al toque de las campanas

Pero la Providencia Divina velaba por mí. Mi padre creyó conveniente establecerse de nuevo en Chile por segunda vez en 1909, y después, definitivamente, en 1913. Precisamente ese año (1913) tuvo lugar el primer toque de la gracia que recuerdo. Un día, domingo, me despertaron las campanas de la Iglesia parroquial del pequeño y pintoresco pueblecito del sur de Chile donde acababa de establecerse mi padre como médico del hospital. Este pueblecito era Puerto Octay, a orillas del hermoso lago Llanquihue. Ese día, domingo, el sol iluminaba mi cuarto y lo llenaba todo de luz. Al toque de las campanas me senté en mi camita y junté instintivamente las manos y, movida por un impulso misterioso y con la intención clara y precisa de invocar a la Madre de Dios, repetí tres veces su Nombre dulcísimo: "María... María... María..." Y largo rato estuve como absorta en algo que entonces no sabía definir y que hoy llamaría contemplación, penetrada por la inefable suavidad de ese nombre celestial.

Pero, ¿cómo fue posible que yo invocara a María? Es difícil explicarlo. Había llegado a saber algo de la Madre de Dios de la manera siguiente: jugando un día con otras niñitas, una de ellas me preguntó: "¿Qué eres tú, católica o protestante?" Grandemente sorprendida contesté: "No sé; voy a preguntárselo a mi mamá". "Mamá, ¿qué soy, protestante o católica?". Un poco perpleja, mi madre replicó: "Hum... bueno, di que eres protestante." "Y ¿cuál es la diferencia?", pregunté. "Es que los católicos adoran a una tal María, Madre de Jesús". Así llegué a saber que los católicos rendían culto a María Santísima y la creían Madre de Dios; pero jamás, me parece, la hubiera invocado, yo que en nada creía, si el Señor con su gracia no me hubiera impulsado a ello tan dulce y fuertemente.

Desde entonces existía en mi alma el amor a María Santísima, que no tardó en manifestarse, y si mis padres hubieran sido perspicaces, habrían podido sospechar y predecir mi futura conversión, y por consiguiente la habrían impedido. Pero el Señor los cegó en este punto de manera extraña. Como en Puerto Octay la mayoría de los habitantes eran católicos, oía hablar algunas veces de la Santísima Virgen. Sabía que se celebraba con gran solemnidad la fiesta de la Inmaculada, y desde que lo supe, declaré a mi madre, que me instruía en todo ella misma para impedir que fuera a un colegio que no era de su agrado, que yo deseaba tener asueto el 8 de Diciembre. Como estudiaba mucho, creyó mi buena madre que un día de descanso me vendría bien y accedió a mis ruegos. Desde entonces, todos los años celebraba yo la fiesta de la Inmaculada en esa forma. Pronto supe que había otra gran fiesta en honor de María, la Asunción, y quise celebrarla de la misma manera. Por fin, agregué también la de la Purificación.

Además, demostré gran entusiasmo por una estampa de la Santísima Virgen que había caído juntamente con otras en mis manos, y desde entonces me complacía en hacer capillitas, adornarlas con las estampas que tenía, hacer un altar y celebrar la primera comunión de mis muñecas. A nadie le llamó la atención este juego que se repetía casi a diario: mis padres, gracias a Dios estaban ciegos. ¡María, mi dulce María, velaba por mí!

La Biblia en mis manos

Tenía doce años más o menos, cuando cayó en mis manos la Biblia protestante; suavemente María me quiso llevar al amor de Cristo. Tengo que confesar que literalmente devoré los Santos Evangelios y por primera vez comprendí el vacío inmenso que deja en el alma la falta de fe. Acurrucada en un rincón de mi cuarto, lloraba a mares de pena, porque no podía creer que ese Jesús tan bueno, tan suave y misericordioso fuera el Hijo de Dios. "¡Si no hay Dios!, - me decía -, pero ¡qué daría por tener fe!". Desde entonces traté de descubrir la verdad y todavía me veo, en las tardes de verano, pasearme por el corredor de la casa, contemplando la puesta del sol y filosofando acerca de la causa primera y fin último de cuanto existe. A los doce o trece años me atormentaban ya estas preguntas: ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?, ¿por qué existo? Y la vida me parecía triste, sin sentido, vacía.
Al mismo tiempo, mi madre quiso enseñarme historia eclesiástica, y yo la escuchaba con avidez. Pero, ¡ay!, era la historia vista a través del odio a la Iglesia, y bebí a torrentes ese odio satánico en las enseñanzas de mi madre. Era el odio al Papa, el odio al Clero, el odio a la Compañía de Jesús. Y sin embargo, más de una vez me declaré a favor de la Iglesia y discutía con mi madre en una forma original: "Mamá, no me podrás negar que tal Papa fue hombre de talento. Lo admiro y me entusiasma". O me animaba a despreciar el protestantismo y a manifestar mi odio por Lutero. Más de una vez, mi pobre madre, no poco escandalizada por esa antipatía mía por el protestantismo, quiso convencerme de su excelencia. Invariablemente era mi respuesta: “El protestantismo no tiene lógica: los protestantes no están de acuerdo respecto de lo que creen, y esto es absurdo.

Pero el veneno que se me infundía obraba en el fondo de mi alma y llegué a un odio apasionado, destructor. ¡Quise combatir a la Iglesia, quise arrebatar a otras almas el tesoro de la fe! Mis tentativas, por suerte, fueron infructuosas: María, mi Madre dulcísima, seguía velando por mí, aunque yo no lo sabía.

Una poesía

Cuando estalló la guerra en 1914, mi padre quiso volver a Europa por Italia, país entonces neutral. Dios, que tenía otros designios, me envió en su infinita misericordia una enfermedad tan grave, que estuve seis semanas entre la vida y la muerte. Solamente en febrero de 1915 comencé a reponerme lentamente, tan lentamente que el viaje quedó postergado y se renunció a él del todo, al entrar Italia en la guerra.

Retenido, pues, por la fuerza en Puerto Octay, mi padre entró en relaciones con los dos Padres Jesuitas tenían a su cargo la parroquia. Uno de ellos, antes de entrar en la Compañía había sido oficial del ejercito alemán. Sacerdote de gran cultura y talento y de criterio amplio, lleno de un ardiente celo por las almas, se animó el buen Padre L. a tratar con frecuencia e íntimamente a mi padre. Así llegaron a mis manos los primeros libros católicos y algunas revistas. Mi padre no se interesó por los libros y en las revistas no leía más que las noticias políticas, pero yo, que lo leía todo, devoré también los libros del Padre L.

Y he aquí un nuevo toque de la gracia: encontré en una revista una poesía a María Santísima, la aprendí de memoria y me repetía incesantemente esos versos que no eran sino un prolongado y ardiente acto de amor a la Madre de Dios. ¡Yo amaba a María! Respecto a esa poesía, recuerdo un pequeño incidente con mi madre. Un día le recité esos versos con entusiasmo y ella exclamó: "¡Un día te harás católica!" Yo hice una mueca de desprecio: "¿Católica? No creo en nada... Sin embargo, mamá, el día que yo crea en Dios seré católica, porque el protestantismo no tiene pies ni cabeza”. No recuerdo qué respondió mi madre, pero no me cabe duda de que a María Santísima debo mi conversión.

Pero el odio a la Iglesia se mezclaba con mi amor a la Virgen Inmaculada y sobre todo el odio al sacerdote. “El Padre L., me decía mi padre, es una excepción, porque antes de ser jesuita – los jesuitas son los peores de los frailes – fue oficial del ejercito. "Los demás son unos hipócritas que explotan al pueblo y no creen lo que enseñan, fuera de algún viejo ya casi demente”. Cuanto me decía mi padre era para mí dogma de fe, y así sucedió que un día me ordenaron que fuera a la casa parroquial a devolver algunas revistas.

El Padre L. había salido y estaba únicamente el Padre M., su superior: un anciano amable que tenía gran predilección por los niños y se complacía en repartirles golosinas y fruta. Aquel buen Padre no pudo nunca retener mi nombre y me llamaba de cualquier manera las pocas veces que me veía. Ese día me llamó “Crescencia”. Amable, como de costumbre, con una sonrisa bondadosa, me preguntó: “Crescencia, ¿quieres servirte unas cerezas?” Horrorizada de tamaña oferta - ¡venía de un fraile! – exclamé “No, Padre, gracias: tengo mucha prisa, me esperan en otra parte”. “Pero, chiquilla, no tengo que subir al árbol a cogerlas. Las tengo aquí muy a mano; aguarda un momento...”. “No, Padre, no, tengo que irme”, grité y eché a correr hasta llegar a casa, sofocada e indignada, a declarar a mi madre: “Prefiero morirme de hambre antes de aceptarle nada a un fraile”.

¡Oh, con qué compasión y ternura infinita me estaría mirando desde los esplendores de su gloria el sumo y eterno Sacerdote Jesucristo, que algunos años después iba a depositar en mi alma ese profundo amor sobrenatural al sacerdote, que me llevaría a ofrecer todas mis oraciones, ante todo, por la santificación del clero!

Frente a un cuadro

Pero era tiempo de que Jesús me llamara claramente y comenzara a doblegar mi voluntad rebelde. Una nueva gracia y que no vacilo en clasificar y calificar de extraordinaria, iba a dejar en mi vida una huella indeleble. ¡Y fue un acto de odio a Cristo, el que iba a dar margen a esa gracia! Tenía yo aproximadamente quince años y un día mi padre me llevó consigo al hospital. Era un pequeño paseo, pues el hospital distaba de casa unos veinte minutos y había que atravesar todo el pueblecito. Siempre acompañaba yo con gusto a mi padre, y mientras él visitaba a sus enfermos, me quedaba en un saloncito, que las manos de las religiosas habían arreglado con primor y cuyas ventanas me permitían contemplar el lago y la cordillera.

Pero, naturalmente, no habían querido prescindir las religiosas de un cuadro del Sagrado Corazón, del cual mi padre se burlaba continuamente. Ese cuadro encarnaba para mí, por decirlo así, todo cuanto odiaba en el catolicismo. Así es que un día me provocó el cuadro de aquel Corazón que tanto ha amado a los hombres, aun violento movimiento de ira. Me coloqué frente a él y amenazándolo con ambas manos, le dije interiormente que le odiaba, que odiaba a su Iglesia y a sus sacerdotes y por consiguiente estaba resuelta a hacer todo el mal posible a esa Iglesia. En ese mismo instante oí (no se si realmente o si únicamente resonaron en el fondo de mi alma) estas palabras: "Y YO TE VENCERE".

Aterrada, toda trémula, presa de espanto, volví las espaldas al cuadro y por primera vez comprendí que un día, yo, que odiaba tanto a la Iglesia, sería católica. Experimenté una gran angustia y un miedo imposible de expresar en palabras. No confesé a nadie lo sucedido, pero durante meses me negué a acompañar de nuevo a mi padre al hospital. No quería encontrarme otra vez a solas con Jesús...

Mis deseos de conocer la religión católica se hicieron irresistibles; pero si deseaba conocerla, era por odio: hay que conocer a un enemigo para saberlo combatir, me decía. La ocasión de satisfacer ese deseo se me presentó de la manera siguiente: mis padres pensando en mi porvenir y queriendo asegurarme una carrera, decidieron enviarme a Santiago para terminar las humanidades y dar el bachillerato. En marzo de 1922, a los diecisiete años, mi padre me dejó en casa de la señora B., en Santiago, cerca de la Parroquia de San Saturnino y cerca también del Liceo donde debía terminar mis estudios. Sin saberlo yo, María Inmaculada me había llevado junto a sí y preparaba mi conversión.


PARTE II


Era en plena cuaresma, cuando había llegado a la capital y comencé a meditar cómo podría llevar a la práctica mis deseos de conocer la religión. Observadora hasta el exceso, traté en primer lugar de estudiar el ambiente del Liceo; ambiente frívolo y hostil a la religión. Quise asistir a la clase de religión del señor S., pero una de las profesoras, sabiendo que yo no era católica, me lo impidió. En vista de esto me resolví escribir al señor S. Y averigüé disimuladamente su dirección. Al mismo tiempo, manifesté a una compañera mis deseos de oír Misa, y ella más amable que la profesora, prometió llevarme a Misa a San Saturnino, el Domingo de Pascua.

La señora B., en cambio, era protestante fanática y se escandalizó al saber que yo no creía en nada. Más aún, resolvió llevarme el mismo día de Pascua, por la tarde, a la iglesia protestante. Yo, que quería conocerlo todo, estaba dispuesta a complacer a la señora B., y experimentaba una gran curiosidad, porque tampoco conocía el culto protestante. ¿Cuál sería el resultado de mis observaciones el día de Pascua? Era fácil preverlo.


El único rincón desocupado


En la mañana de esta fiesta, que será siempre para mí la más amada, porque señaló para mi alma una verdadera resurrección, me llevó mi compañera a San Saturnino. Llegamos algo tarde y no encontramos asiento. ¡Permisión divina! ¡El único rincón desocupado eran las gradas del altar de María! Era, sin embargo, imposible ver desde aquel oscuro rinconcito el altar mayor y no pude darme cuenta del Santo Sacrificio. Pero estaba a los pies de María, la "Virgen de los rayos", como oí llamar después a esa imagen, y por primera vez en mi vida me sentí feliz, con una felicidad celestial cuya dulzura me hacía desfallecer deliciosamente. Salí de la iglesia fortalecida, radiante de felicidad lo que exasperó a la señora B.

La tarde, fue tristísima: una fría reunión en la capilla protestante, que consistió en algunos cánticos el Padrenuestro y una plática hecha sin calor ni convicción. Me di cuenta de la diferencia y resolví no poner más los pies en una iglesia protestante.

El domingo siguiente volví a San Saturnino, pero no me atrevía a apartarme del altar de María. La miraba a la Madre Inmaculada y le decía que aunque no creía en Dios, creía en Ella, mi Madre”. ¡Cuántas veces, sin darme cuenta de la contradicción singular entre mi afirmación y mi ateísmo, le repetía con apasionada ternura: "¡Madre, Madre mía!".


Dialogando


Entre tanto, el señor S. contestó amablemente a mi carta, y me indicó la casa de una inspectora del Liceo - mi futura madrina -, para una primera entrevista. Naturalmente me presenté el día indicado, pero llena de desconfianza y resuelta a fingir disposiciones interiores que no tenía, porque evidentemente no podría confesar al buen sacerdote mi deseo de conocer la religión para combatirla. Me preguntó el señor S. si deseaba hacerme católica. "No, señor". "Entonces, ¿con qué objeto quiere usted estudiar la religión, señorita?" "Me interesa conocerla, como me interesa cualquier sistema filosófico". "Y si la convenzo, señorita, ¿se hará católica?" "Es que usted no me convencerá, señor." "Pero, ¿si la convenzo?" "Ya le he dicho que no me convencerá". "Pero, dígame, si yo la convenciera de que la religión católica es la única verdadera, ¿se haría católica?" "Si usted me convence realmente, sí, señor.

Quiso el buen sacerdote comenzar por refutarme el protestantismo, pero con una mueca de profundo desprecio, le manifesté mi adversión por esa religión “sin pies ni cabeza” y me declaré atea. "Pero ¡si no hay ateos!", exclamó el señor S. "¿Que no los hay?, pues aquí estoy yo para probar lo contrario: soy atea convencida. ¡Pruébeme la existencia de Dios!", le repliqué. El buen sacerdote tuvo que resignarse a probarme lo que le pedía y sucesivamente, en una clase semanal, me expuso los argumentos más convincentes.

Todo fue inútil; refuté todos sus argumentos, o, más bien, puesto que los había irrefutables, me negué a admitirlos. Mayor éxito tuvo mi futura madrina, que consiguió del señor S. un devocionario para enseñarme las oraciones. Entonces aprendí el Avemaría, la Salve, el Acordaos, el Bendita sea tu pureza, y la jaculatoria “Oh María sin pecado...”, y en las tardes, al toque del Ángelus, hacía mi visita a la Madre de Dios, me arrodillaba ante su altar y le repetía una y otra vez las oraciones que había aprendido.

Conductas contrastadas


Si el señor S. no logró convencerme de la existencia de Dios, obtuvo, sin embargo, un resultado que él no sospechó jamás. Mi convicción íntima era que los sacerdotes no creían y sólo explotaban la credulidad del pueblo. Y pude observar que el señor S. se sacrificaba por mí, por puro amor a Dios. Apenas terminado su almuerzo, a veces con una lluvia torrencial, a pie, se dirigía el buen sacerdote a casa de mi madrina, a pesar del cansancio que sentía y que yo notaba.

Descubrí, además, que siendo él muy nervioso y que se impacientaba a menudo, luchaba generosamente consigo mismo por vencer este defecto. Lo veía con frecuencia de rodillas en una iglesia cerca del Liceo, en intensa oración, y todo esto me impresionaba profundamente. "Tanta abnegación - me decía - no puede existir en un alma que no cree. Este sacerdote vive de fe". Y entonces seguí razonando: no es cierto que todos los sacerdotes católicos sean unos hipócritas; mis padres me han engañado en este punto. ¿Acaso no pueden haberme engañado involuntariamente, por supuesto, en lo demás? ¿Será la religión católica la verdadera?

Entretanto la señora B., estaba exasperada por verme simpatizar con la religión católica; me exigió que de un día para otro abandonara su casa, no me admitía más a la mesa y me hizo servir la comida en mi cuarto. Dios sabe cómo. No contenta con esto, declaró que tenía en su poder "cartas que me habían escrito sacerdotes católicos" y que daría cuenta de todo a mis padres. Parece que ella me había sustraído la carta del señor S. y la había leído a escondidas. Efectivamente, escribió la señora B. a mis padres acusándome de querer hacerme católica y agregando que mi conducta en el Liceo era pésima. Dios permitió así que ella mezclara lo verdadero con lo falso, para que mis padres no entraran en sospechas; pues un certificado de excelente conducta que me dieron mis profesores les convenció de que la señora B. me calumniaba y no dieron importancia a lo que se les decía, acerca de mis deseos de hacerme católica.

En dos días encontré otro alojamiento en casa de la señora D., que no se metía en asuntos religiosos. Pero la tempestad había llegado al Liceo, y el señor S., por prudencia, se negó a continuar las instrucciones que me hacía. Yo estaba, sin embargo, decidida a llevar el asunto adelante, y por consejo de mi madrina me dirigí a un profesor del seminario, de gran talento, que continuó las clases de religión, durante dos meses más, pero sin poder convencerme tampoco de la existencia de Dios. Un día, por fin, ya no supe qué replicar a los argumentos de terrible lógica que me exponía el sacerdote, y él me preguntó, si estaba convencida. "Convencida, sí, pero... no creo". "La fe – replicó - es un don de Dios, y yo no puedo dársela". "Y si usted no puede darme la fe, ¿con qué objeto - le dije decepcionada - hablo con usted?" "Usted debe pedir la fe a Dios en humilde oración". "¿Cómo pedirla a ese Dios en quien no creo?" "No hay más remedio: es preciso pedirlo".

Así comencé a hacer esa súplica original: Dios mío, si acaso existes, dame la fe.


¡Ahí está Dios!

En aquel año de 1922 se debía celebrar en Santiago, en el mes de Septiembre, el II Congreso Eucarístico Nacional, y, si mal no recuerdo, en el mes de Julio hubo una procesión preparatoria con el Santísimo Sacramento. Mi madrina, que por enferma no podía seguir la procesión, me llevó a la plaza Brasil, para que viera pasar a Nuestro Señor. Así vi por primera vez a Jesús Hostia y vi lo que ven todos, nada más. Pero lo cierto es que al ver la Hostia Santa, tuve la seguridad absoluta: "Ahí está Dios"; sentí también de tal manera la presencia de Dios, que arrastré a mi pobre madrina en pos de Jesús Sacramentado, hasta la iglesia a la cual se dirigía la procesión. En aquel instante creí en Dios.

Más fuerte aún fue otro toque de la gracia, pues como seguía repitiendo el "Dios mío, si acaso existes, dame la fe", un día fue tal la luz que tuve sobre las verdades de nuestra fe, que quedé plenamente segura y convencida de que la religión católica es la única verdadera.

Quedaba sólo un punto oscuro, la infalibilidad del Papa, punto que, además, en las clases de religión no se me había alcanzado a explicar; pero esta pequeña duda, que era más bien ignorancia, jamás me habría impedido dar el paso definitivo.

Yo me di cuenta de que debía hacerme católica, y en la mañana del l3 de agosto, radiante de felicidad, me presenté a mi madrina para declararle que creía y que deseaba hacerme católica, y esa alma sencilla y buena, pero de poca experiencia en la vida espiritual, quiso precipitar mi conversión: ¡la fiesta de la Asunción de María habría sido tan hermosa para ella, si yo hubiera comulgado a su lado! A toda prisa comenzó mi madrina a prepararlo todo y yo consentía en cuanto ella me decía, sin contar con mi pobre corazón demasiado amante aún de los míos.

Tenía la fe, es verdad, y me daba cuenta cabal de que debía hacerme católica; y yo - y no otros -, me decía: o me hago católica o me condeno. Durante el año que aún faltaba para el paso decisivo, tuve constantemente esta convicción: estoy jugando con la gracia y me pongo temerariamente en el peligro de condenación eterna. Pero ante mis ojos se levantaba, formidable, un gran obstáculo: el amor a mi familia.


Aquella noche


Aquella noche del 13 al 14 de agosto me acosté con el rosario en las manos, tranquila y feliz, porque había encontrado la fe. A las pocas horas desperté, presa de angustia indecible; pensé en mis padres, recordé sus ideas hostiles a la Iglesia, se me presentó el profundo dolor que les causaría mi conversión y cómo interiormente me separaba de ellos. Por otra parte, Dios me atraía, y se libró en mi alma, aquella noche, una lucha formidable que terminó al amanecer con la derrota de Dios. Resolví no hacerme católica y se lo comuniqué a mi madrina, que tuvo que resignarse a no verme comulgar a su lado el día de la Asunción y solamente sabía atribuir al demonio lo que había pasado en mi alma.

Naturalmente, quise justificar mi conducta y me parecía muy incómodo tener fe; por lo tanto, traté de perderla. Y busqué toda clase de libros que atacaban a la Iglesia para destruir esa fe que Dios me había dado. A toda costa quise volver al panteísmo, pero cuando creía haberlo logrado en ciertos momentos, siempre de nuevo renacía en mi alma atormentada la fe católica.

Más o menos, seis semanas duraron las tentativas por perder la fe; después de haber devorado aquellos libros impíos, que yo misma refutaba con suma facilidad, dejé de luchar en contra de Dios y me entregué a mis angustias íntimas, que se debían al temor de contrariar a mis padres. Eran semanas y meses de indecible sufrimiento interior, en que mi solo consuelo era pasar largas horas de silenciosa adoración a los pies de Jesús Sacramentado, oír todas las Misas que podía, e ir de vez en cuando al Convento de los Padres Capuchinos, porque allí un Padre anciano y venerable trataba con bondad paternal de sostenerme en mis luchas y consolarme. Así terminó aquel año de 1922, y en enero de 1923, agotada y enferma física y moralmente, volví a Puerto Octay a pasar las vacaciones.


PARTE III

Único tesoro


Uno de los sufrimientos más duros para mi alma en aquellas vacaciones fue la privación de la Santa Misa. Los dos últimos meses en Santiago había asistido a ella casi diariamente los domingos, por lo general, oía dos o más misas. En ella encontraba luz, consuelo, fuerza y paz. Pero una vez en casa de mis padres, tuve que resignarme a estar privada de lo que ya entonces era para mí el único tesoro. Una sola vez les arranqué el permiso de oír Misa, el domingo de Quincuagésima. Pero “pueblo chico, infierno grande”, la gente que sabía que no era católica, observó con espanto que yo sabía perfectamente seguir la Santa Misa y comenzaron los comentarios: "¿La hijita del doctor se habrá hecho católica? Parece que ya lo fuera... No, sino que piensa bautizarse..." Naturalmente, llegaron estos comentarios a oídos de mi padre, que afortunadamente no los tomó en cuenta, pero yo no me atrevía a repetir la tentativa.

Todas las tardes, desde mi cuarto, hacía en espíritu una visita a Jesús Sacramentado y miraba por la ventana la torre de la iglesia parroquial. A veces, sin golpear, entraba mi madre y yo casi no sabía cómo disimular que había estado de rodillas en intensa oración. Mi madre, naturalmente, entró en sospechas, pero prefirió callar por no alarmar a mi padre. Yo sufría terriblemente y me sentía sin fuerzas para seguir viviendo en medio de tantas angustias, de modo que comencé a pedir al Señor me diera la paz interior, aunque comprendía muy bien que sin una gracia especial de Dios, no podría encontrarla antes de hacerme católica.

Sin embargo, bien veía el Señor que yo había llegado realmente al límite de mis fuerzas, y tuvo compasión de mí. Una paz inefable, llena de consuelo sensible y de inmensa dulzura comenzó a invadir mi alma, y bajo su benéfica influencia recobré poco a poco mis fuerzas físicas. Me sentía revivir.

Llena de dulce paz abandoné en marzo de 1923 el pintoresco pueblecito de Puerto Octay y volví a Santiago, acompañada de mi padre que había resuelto establecerse allí. Mi madre debía seguirnos algunas semanas después. Nueva dificultad: estando con mi padre, ¿cómo oír Misa? Pero me valía de toda clase de estratagemas y pretextos y no falté ningún domingo. ¡Qué momentos de dulzura celestial experimentaba mi alma durante el Santo Sacrificio! Y como mi alma había encontrado la paz, fui de nuevo ingrata a mi Dios, porque precisamente lo que buscaba en la religión era la paz y la había encontrado sin hacerme católica. Entonces, ¿con qué objeto daría yo el paso decisivo?


Una frase


Para encontrar algún pretexto que justificara mi actitud, alegaba la infalibilidad del Papa, único dogma del cual no estaba convencida. Pero fácilmente me resolvieron esta dificultad mis amigas y el sacerdote que después había de bautizarme. ¡Yo había creído que cada palabra salida de boca del Romano Pontífice debía aceptarse como infalible! Una vez que se me explicó el verdadero sentido del dogma, lo acepté sin la menor dificultad.

Pero no quería dar el paso definitivo; no tenía valor de pasar por encima de mis padres, a quienes amaba aún más que a Dios. Y entonces por primera vez aquel Padre capuchino, anciano y venerable que había tenido conmigo una paciencia sin límites y una bondad inagotable, me dijo estas palabras: "Hijita, ahora estás jugando con la gracia. ¡Acuérdate que la gracia pasa y no vuelve más!" Esta frase me aterró, porque comprendía demasiado bien su significado, y resolví por fin decir abiertamente a mi madre que quería hacerme católica.

Fue un día, domingo, del mes de julio, al volver de Misa, cuando tuve el valor de presentarme a mi madre para decirle: "Mamá, acabo de tomar una resolución irrevocable: me haré católica". La escena no puede describirse con palabras.

Mi pobre madre, tan suave y amable de costumbre, lanzó un grito: "¿Tú, católica? ¡Primero muerta que católica!" Y gemía y lloraba que partía el alma. "He perdido a mi hija, mi única hija; me espera una vejez sin consuelo. ¡Degenerada, reniegas de tu raza y de la tradición de tu familia! Por lo menos espera hasta que muera tu padre; porque si él llega a saberlo, será su muerte. ¿Quieres asesinar a tu padre? ¡Jamás te daré permiso para hacerte católica mientras él viva!"

Pocas veces en mi vida he experimentado un desgarramiento interior semejante al que sentí entonces. Pero al mismo tiempo experimenté cómo la gracia me sostenía poderosamente y me mantuve firme e inflexible. Durante seis semanas traté repetidamente de arrancar a mi madre su consentimiento, y, como siempre se repetían de nuevo las mismas escenas dolorosas y no podía tampoco hablarle a mi padre, resolví dar el paso decisivo sin esperar más tiempo. Y así, dije a mi madre: "Aunque sea sin tu consentimiento, un día saldré protestante de casa y volveré católica."

Me dirigí entonces al señor Rector de la Universidad Católica y le pedí hacer los trámites necesarios en el Arzobispado para que pudiera bautizarme - bajo condición - el 8 de septiembre, fecha que yo misma fijé para mi bautismo por ser fiesta de la Santísima Virgen, que, además, aquel año, por feliz coincidencia, era sábado.


"Me he hecho católica"


Llegó por fin ese día tan deseado, y a las cuatro de la tarde, en la iglesia de las Carmelitas - el antiguo "Carmen de San José", que después fue demolido - me bautizó el señor Rector. Terminada la ceremonia, entonaron las Carmelitas el "Magnificat". Con santa impaciencia, exigí que mi primera comunión tuviera lugar al día siguiente, aunque el señor Rector quiso fijarla para la fiesta del Dulce Nombre de María. "Me he hecho católica para comulgar", le dije, y el sacerdote accedió a mis ruegos. Al día siguiente hice, pues, mi primera comunión en la capilla de la Universidad Católica. Sin embargo, aunque yo tenía una tranquilidad profunda esa tranquilidad que se siente cuando se cumple la voluntad de Dios, ni el día de mi bautismo, ni el de mi primera comunión, tuve consuelos sensibles. Solamente al comulgar por segunda vez el día del Dulce Nombre de María experimenté en toda su extensión la dicha inmensa de ser católica, y ese sentimiento de gozo y felicidad duró semanas y meses.

El día de mi primera comunión, por primera vez en mi vida, no tomé desayuno con mis padres, y esto bastó para excitar las sospechas de mi madre. Al volver a casa, ella me salió al encuentro y sin rodeos me preguntó: "¿Qué has hecho?" "Me he hecho católica", respondí con firmeza. Y se renovaron las escenas de los meses pasados... Pero, ¿qué me importaba ya todo esto, cuando nadie podría ya arrebatarme la felicidad de ser católica? Nadie en adelante podría impedir que comulgara. Simplemente, vi delante de mí una tarea, una misión: la de lograr que también mis padres participaran de mi dicha y se hicieran católicos.


CONVERSIÓN DE MIS PADRES


Mi madre


Si mi felicidad de ser católica era inmensa, algo sin embargo le faltaba: el que mis padres la compartieran conmigo. Llena de confianza en Dios, comencé mi apostolado con mi madre, porque me parecía más fácil conquistarla primero, ya que mi padre ignoraba aún mi conversión. Pero, ¡cuán equivocados los cálculos humanos! Todas mis tentativas de convertir a mi madre estaban destinadas a fracasar... Es verdad que por darme gusto, llevada por el amor a su hija única, mi madre aceptó una medalla de la Santísima Virgen y consintió ya en noviembre de 1923 rezar conmigo el mes de María y el rosario. Es verdad también que cada vez que mi padre estaba fuera de Santiago, me acompañaba a Misa y a la visita a Jesús Sacramentado.

Por amor mío, mi madre estaba dispuesta a pasar horas enteras en la iglesia, aun en la noche, pero se obstinaba en su panteísmo y discutía conmigo tenazmente. Ella no aceptaba un solo dogma ni siquiera aquellos que a mí no me habían ofrecido dificultad alguna, una vez que yo había aceptado la existencia de Dios. Recuerdo una discusión que tuvimos acerca de la virginidad perpetua de María Santísima que mi madre negaba tenazmente. "Es imposible - me decía -, ser madre y virgen a la vez". Yo me esforzaba por probarle que se equivocaba; todo fue inútil. Al final, no sabiendo ya qué alegar, le lancé un argumento desesperado: "Pero, mamá, ¿de cuándo acá el Espíritu Santo hace perder la virginidad?" "Hum... en esto no había pensado", contestó mi madre, pero sin darse por satisfecha. Y la virginidad perpetua de María era quizá la menor duda que tenía...

Sin embargo, y podría esto parecer un cuento si no fuera cierto -, mi madre comenzó a creer en algo sobrenatural, de una manera original. Estábamos en una situación económica muy difícil y mi madre estaba buscando clases particulares para tener con qué mantener a mi padre, que ya no podía trabajar, y a mí, que estaba haciendo mis estudios en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile para graduarme de profesora. Pero mi madre parecía tener mala suerte y no encontraba nada.

Un día, con cierto despecho, me lanzó un categórico: "Ya que tú eres católica, has de saber también qué medios he de emplear para encontrar clases". No sé por qué - pues en realidad no empleo casi nunca este medio - le dije que prometiera a las benditas almas una Misa por cada alumna que tuviera. Como nuestra situación era bastante crítica, mi madre hizo la promesa sin pensar más, precisando aún más lo que le había sugerido, puesto que prometió una Misa al mes por cada alumno. ¡Cosa notable! Apenas hecha la promesa, comenzó una afluencia tal de alumnos durante varios años, que mi madre llegó a tener a veces cuarenta y dos horas semanales. Ella misma se complacía en contar este hecho y en afirmar que se había hecho la siguiente reflexión: una vez, dos veces, hasta tres o cuatro, puede ser una casualidad; pero que la Misa al mes por las ánimas sea un medio seguro para conseguir clases, no puede ser casual; por consiguiente las ánimas existen; luego, el alma es inmortal, y luego hay Dios.


Mi padre


Pero, si mi madre creía en las ánimas, no por eso admitía la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, ni la infalibilidad del Papa, ni los demás dogmas. Además, ella declaraba que no se haría católica sin que se convirtiera primero mi padre. Y viendo lo que éste sufría, enfermo y ateo, quiso convertirlo, “más no a la religión católica – me decía -, sino simplemente al cristianismo”. En vista de estas buenas disposiciones traté de conseguir que fuera a casa algún sacerdote como amigo, tal como años antes había ido el Padre L.

Nueva dificultad: anciano y enfermo, mi padre ya no quería hablar sino el alemán, y una conversación en otro idioma lo fatigaba demasiado. Era, pues, preciso hallar un sacerdote que hablara alemán y que pudiera presentarse con algún pretexto aceptable. Hablé con más de quince sacerdotes inútilmente. Los Padres del Verbo Divino, excesivamente ocupados en su colegio, iban solamente de tarde en tarde y entonces no se atrevían a hablar de asuntos religiosos, sino de medicina y de política. Era éste un sistema que me hacía sufrir cruelmente, porque me parecía evidente que de esta manera no se podría lograr la conversión de mi Padre.

Seguía buscando un sacerdote que tuviera más tiempo, pero Dios no quiso que lo encontrara. Entretanto, ¡cuántas palabras hirientes le oí a mi padre! Un Viernes Santo fueron tales las blasfemias que, no pudiendo soportar más, me levanté de la mesa y me fui a mi cuarto a llorar a solas. Mi padre no sabía, como he dicho, que yo era católica, pero con el tiempo llegó a sospecharlo.

¡Qué estratagemas tuve que emplear para poder comulgar diariamente! Generalmente salía con pretexto de mis clases, pero entonces no podía volver a casa para el desayuno. Dios me sostenía y a pesar de no tener muy buena salud, soporté perfectamente durante años el tomar desayuno a horas inverosímiles, sobre todo algunos días. Cargada de libros y cuadernos, con el velo escondido en el bolsillo corría a oír Misa y comulgar e iba directamente al Instituto Pedagógico a mis clases... A menudo, solamente después de varias horas de clases, podía tomar en casa de una amiga un desayuno que casi se juntaba con el almuerzo. Pero nada me importaban estos sacrificios; y lo único que anhelaba era la conversión de mis padres, que sin embargo parecía casi imposible.

Una amiga mía me dio entonces el consejo de escribir a todos los conventos de Carmelitas para solicitar oraciones. Lo hice así, y no contenta con esto, durante las vacaciones recorría casi todo Santiago, pidiendo oraciones a las comunidades religiosas. A todos los sacerdotes conocidos les suplicaba también se acordaran en la Santa Misa de pedir la conversión de mis padres. Me parecía que el resultado de tantas oraciones debía ser inmediato; pero Dios quiso enseñarme a ser más paciente y a esperar contra toda esperanza. En apariencia, durante varios años, las oraciones no produjeron ningún resultado, no había llegado aún la hora de Dios.


Una conclusión

Como he contado más arriba me fue imposible conseguir un sacerdote que tratara de convertir a mi padre. Mi madre y yo, por sus clases ella y yo por mis estudios, estábamos muy poco con mi pobre padre, que no tenía otra distracción que estudiar sus libros de medicina. Cosa curiosa: una primera intervención de la gracia la pude constatar entonces; un día al estudiar el desarrollo del ser humano llegó a la conclusión: es preciso admitir la existencia de un Ser superior para explicar el origen de la vida; la teoría de la generación espontánea es falsa. La lectura del libro “Dios” de Restat lo confirmó en esta convicción, pero la creencia religiosa de mi padre se limitó hasta el instante mismo de su conversión, a la fe en la existencia de Dios y una vaga simpatía por los católicos.

En agosto de l927 hizo mi padre un viaje al sur, a pesar de sus achaques y la no pequeña oposición de parte nuestra. Un amigo que vivía cerca de Puerto Octay, en el campo, había escrito a mi padre rogándole con insistencia que fuera a su casa a devolverle la salud a su señora. Él, que no ponía límites a su caridad, tratándose de sus enfermos, accedió sin vacilar a los ruegos de su amigo, que era también incrédulo, y emprendió el viaje, largo y pesado. En noviembre, la señora había recobrado por completo la salud y mi padre nos escribió anunciándonos que pronto estaría otra vez con nosotras. Pero Dios tenía otros designios…


Estábamos lejos...

Tenía entonces setenta años y había pasado cuarenta en el ateísmo. Un vago deísmo era el único progreso espiritual que habíamos podido constatar. No encuentro ningún antecedente a la conversión de mi padre a la religión católica que él ignoraba por completo, ni hubo intervención alguna humana. Se hallaba en el campo más o menos del pueblecito de Puerto Octay y en casa de incrédulos. Las que, humanamente hablando, parecíamos llamadas a influir en su alma, estábamos lejos. Pero habían sido escuchadas nuestras oraciones, las oraciones de las religiosas y de los sacerdotes que se hacían incesantemente por él. Y me complazco ahora en creer que también preparó, por decirlo así, el terreno en el alma de mi padre la inmensa caridad que él había tenido durante años con los pobres, sobre todo durante los diez años pasados en Puerto Octay. ¡Cuántas veces, en lo más crudo del invierno, con una lluvia torrencial, en la oscuridad de la noche, atravesó a caballo bosques y ríos con peligro de su vida por salvar la vida a algún pobre que no tenía qué ofrecerle en cambio! Cuatro, cinco horas a caballo y más en tales circunstancias, no bastaban para agotar su caridad; volvía entonces a casa radiante de felicidad y nos repetía una y otra vez: "¡Cuán hermoso es aliviar a los que sufren!" Muchos de sus achaques los contrajo a causa de estas salidas nocturnas, y cuando su salud lo obligó a retirarse a Santiago, acudieron en masa a despedirse de él hombres y mujeres, ricos y pobres, sollozando. Los pobres, sin fijarse en que él no creía, decían a boca llena: "El doctor es un santo". Y un pobre hombre que vivía cerca de nosotros en un ranchito y a quien mi padre salvó la vida no vaciló en lanzar esta herejía: “¡Doctor, usted es un dios!”

Sin duda, Dios le inspiró tanta caridad y quiso así preparar su conversión. Sucedió, pues, que cayó enfermo a fines de noviembre y no quiso avisarnos nada. Su vuelta a Santiago quedaba postergada de una semana para otra y, como era natural, nosotras comenzamos a sospechar más de algo. Muchos días pasaron en seguida sin noticias, porque estuvo gravísimo. Apenas un poco restablecido nos escribió, tranquilizándonos y asegurándonos que pronto estaría con nosotras. Pero yo presentía su muerte y quería a toda costa verlo morir católico. Deshecha en lágrimas fui un día a postrarme a los pies de Jesús Sacramentado y le dije con santa audacia: "Señor, o mi padre muere católico o no me conformaré jamás. ¡Mira, pues, lo que haces!" Este ultimátum sin duda fue atrevido, pero el Señor tuvo compasión esta vez de mis lágrimas.

A los pocos días, un telegrama llamó a mi madre al lado de mi pobre padre que había tenido una recaída y estaba gravísimo. Fue el último viernes de diciembre. Muy de madrugada, deshecha en lágrimas, me dirigí a la iglesia de los Padres Jesuitas en busca de mi director.¡Cosa extraña! No hay nadie menos inclinado a admitir cosas extraordinarias que un jesuita, y con mucha razón.

¿Qué pasó por la mente de mi confesor mientras yo estaba desahogando con él mi inmensa pena? Yo veía todo perdido e imposible la conversión de mi padre antes de morir y mi única esperanza era obtener para él la gracia de una contrición perfecta – y mi director, con una seguridad absoluta y con toda la autoridad que tenía sobre mí, me dijo textualmente: “Yo no soy profeta ni hijo de profeta, pero le aseguro que su padre morirá católico”. Estas palabras me tranquilizaron singularmente y con toda calma ayudé a mi madre en los preparativos de su viaje y aquella misma tarde la acompañé a la estación. Tuve entonces la idea de pasar por el correo a la vuelta y encontré en la casilla una carta dirigida a mi madre. Por la letra me di cuenta de que venía del Párroco de Puerto Octay, R. P. Cristian Harl, S. J., que de vez en cuando escribía a mis padres. (El Padre L. ya había muerto). Supuse que la carta contendría alguna noticia de mi padre y la abrí resueltamente y... ¡me encontré con el relato detallado de su conversión! No pude creerlo. Aquello me parecía un sueño... Leía y releía la carta. El Padre Harl decía con toda claridad que habiendo ido él, como amigo, a visitar a mi padre, éste espontáneamente le había dicho: "Sé que voy a morir. No sé nada de la religión católica y estoy demasiado enfermo para aprender el catecismo, pero quiero morir católico. Padre, bautíceme".

El Padre Harl, en dos ocasiones, creyendo que el enfermo tenía fiebre y estaba delirando, no había hecho caso. Por fin, disponiendo un día el Padre inesperadamente de un automóvil que otra persona le facilitó para otro asunto, aprovechó la ocasión para llevar el Santísimo y fue de nuevo a ver al enfermo. Este, al ver al sacerdote, le dijo en el acto en tono suplicante: "Quiero morir católico; Padre, por favor, bautíceme". Era el día de San Esteban, 26 de diciembre, cuando vencido por tanta insistencia, el Padre Harl bautizó a mi padre bajo condición y le administró los demás sacramentos.


Una dichosa realidad

Pero la noticia era demasiado inesperada para mí y pasé varios días sin darle crédito, hasta que a principios de enero recibí una carta de mi madre en que ella me comunicaba que lo primero que mi padre le dijo al verla, fue: "Me he hecho católico. Y tú, ¿qué dices?" A lo que ella había respondido - más por dar gusto al enfermo que por convicción: "Yo también me haré católica". Entonces por fin creí que la conversión de mi padre no era un sueño, sino una dichosa realidad.

Entre tanto mi padre no podía sufrir dilación en la conversión de mi madre, y sin decirle palabra, mandó llamar al Padre Harl: "Padre - le dijo -, aquí está mi mujer; bautícela ahora mismo, aquí, junto a mi cama, porque quiero verla católica antes de morir". Sorprendida, sí, pero deseosa de dar gusto al enfermo, consintió mi madre en todo. Y fue un gran sacrificio para ella, porque no estaba convencida de que la religión católica fuera la verdadera y no admitía muchos dogmas. Considerando las cosas humanamente, se debiera haber dejado a mi madre el tiempo necesario para instruirse más y convencerse. La impaciencia de mi padre, que no quería morir sin ver católica a la que él tanto amaba, obligó a mi madre a cerrar los ojos y decir: "Creo - con mi voluntad - todo lo que manda creer la Iglesia"; mi pobre madre, durante más de un año sintió duramente este sacrificio, pero jamás admitió su voluntad la menor duda, porque ella era incapaz de hacer las cosas a medias, y era para ella un deber sagrado el creer en todo: pero sólo Dios sabe las luchas que sostuvo por ser fiel.

El Padre Harl estaba en el colmo de la felicidad; solamente faltaba la primera comunión de mi madre, y ésta tuvo lugar el 9 de febrero de 1928, gracias a la abnegación del Padre Harl, que muy de madrugada, aprovechando la combinación para Osorno, pudo llegar con el Santísimo hasta donde estaban mis padres.


Hogar católico

La misericordia de Dios es infinita. Yo había hecho con gusto el sacrificio de no ver la conversión de mis padre es decir, de no estar a su lado al realizarse su conversión, que tanto había deseado. Pero el Señor quiso proporcionarme la alegría de ver a mi padre católico y así le devolvió la salud suficiente para poder hacer el viaje a Santiago, a fines de febrero. Lo instalamos en casa con la mayor comodidad posible y fue voluntad de Dios que nunca estuviera lo suficientemente restablecido para ir a la iglesia. Así es que no conoció la Santa Misa ni fue capaz tampoco de estudiar la religión. Como mi madre asistía a Misa los domingos, le preguntaba en seguida mi padre con la ingenua sencillez de un niño qué era lo que se hacía en Misa. La fe de mi madre en estas condiciones fue realmente un milagro de la gracia. Dos veces tuve la felicidad de prepararlo todo para la visita de Jesús Sacramentado. ¡Qué felicidad ver comulgar a mi padre, silencioso y recogido, dichoso con la visita de su Dios! ¡Cómo compensaban ampliamente estos momentos de cielo, los cuatro años de angustias y temores por su salvación, que había pasado!

Pero las fuerzas del enfermo declinaban rápidamente. La última noche que aún tenía claro conocimiento de todo, la pasó él en oración con mi madre. Todavía creo oír a mi pobre madre que, viéndome agotada, me había obligado a acostarme, decir a mi padre: "Recemos por nuestra hijita: Padre nuestro que estás en los cielos...". A la mañana siguiente ya no me reconocía. Murió en la madrugada del 12 de agosto y su rostro expresaba una paz inefable. No pude llorar: entoné un himno de acción de gracias, pues sabía que lo volvería a ver un día en el cielo. ¿Podría desear más? ¡Me bastaba saber que mi padre vivía en Cristo, la única, verdadera y eterna vida!

ULTIMOS AÑOS Y MUERTE DE MI MADRE.
Confesarse en regla

Como ya he dicho, mi madre al hacerse católica, no estaba convencida de todos los dogmas, pero se propuso aceptarlos firmemente todos sin distinción. Muchas veces me confesó ella, después, que durante más de un año había tenido la impresión de llevar sobre sus hombros una carga muy pesada, pero que, con el tiempo y gracias a la dirección del Padre M., había desaparecido. Conoció mi madre al Padre M. de una manera un tanto singular. Vivía aún mi padre y mi madre aprovechó un instante libre para dirigirse a la iglesia de los Padres Jesuitas con el objeto de "confesarse en regla", como decía. Nunca se había acercado mi madre a un confesonario, y al recibir el bautismo bajo condición de manos del Padre Harl, se confesó con éste cara a cara, ya que en el campo donde se encontraba y en una casa de incrédulos, no había confesonarios ni cosa que se le pareciera. Parecíale a mi madre que aquella confesión no había sido bastante completa y que el buen P. Harl había sido demasiado indulgente con ella, porque no había encontrado pecados graves. Quiso, pues, confesarse mejor y me había pedido los nombres de varios Padres Jesuitas, que tenían fama de excelentes directores de almas.

Tímidamente, porque hasta el fin de sus días conservó mi madre cierta timidez y reserva, preguntó al hermano portero: "¿Está el Padre G.?" "Está en ejercicios". "¿Y el Padre R.?" "Anda en misiones". Y mi madre nombró uno por uno todos los Padres que yo le había indicado y obtuvo idéntica respuesta. Desconcertada preguntó por fin quién había quedado en casa. "El Padrecito ciego, señora, y el Padre M.". Había que oír a mi madre cómo contaba ella misma con una gracia única ese incidente. El Padrecito ciego...- pensó ella –, pero si es ciego, ¿cómo podrá ver mis pecados? "Bueno, Hermano, tenga la bondad de llamar al Padre M." Así encontró mi madre un director.

Pero ella no había contado con una nueva dificultad. “El mueble”, como llamaba mi madre al confesonario, le infundía miedo, tanto miedo, que cuando eran tres los pecado que tenía que confesar, no se acordaba sino de dos y si eran cinco, sólo recordaba tres. Todos estos detalles los tengo de ella misma, porque con ingenua sencillez me manifestaba la molestia que le causaba “el mueble”, que le impedía confesarse bien – según ella -. Por fin, el miedo desapareció; pero creo que hasta su muerte mi madre hallaba desagradables los confesonarios. Pero esto no la impidió ser buena católica y pronto mi madre comulgaba diariamente y se confesaba todas las semanas.


Se le ocurrió mortificarse

Esto no le bastaba sin embargo y un buen día, en cuaresma, naturalmente, se le ocurrió mortificarse. Era esto en ella tanto más admirable, cuanto más absurda le había parecido antes toda penitencia corporal; porque los no católicos difícilmente comprenden la importancia y necesidad de la penitencia. Pero aquella cuaresma no quiso contentarse con ayunar y comenzó a tomar el té con sal en vez de azúcar…

Un día también me preguntó: "¿Qué es un cilicio?” Se lo describí como pude. "No, dijo ella, no me lo puedo imaginar; tráeme uno para verlo". Yo, que nada sospechaba, hice lo que deseaba mi madre y el cilicio desapareció. Algún tiempo después me atreví a preguntar en qué parte lo había dejado. "Por ahí está", contestó ella tratando de disimular. Pero tuve mis sospechas y comencé a averiguarle y sobre todo insistí en que me entregara el cilicio. Entonces tímidamente me confesó que lo usaba algunas veces, y se negó a entregármelo.

Observaba ella también todos los ayunos de la Iglesia, hasta su muerte, a la edad de sesenta y siete años, a pesar de sus numerosas clases, que no quiso disminuir nunca y a las cuales agregaba sus obras de apostolado. Además de sus clases particulares, tenía mi madre a su cargo la enseñanza de francés e inglés en el colegio “Rosa de Santiago Concha” de las Religiosas del Buen Pastor, y solía ir a pie al colegio y volver en la misma forma, tanto por la mañana como por la tarde, aunque lloviera o hiciera un calor insoportable, como sucede en el verano en Santiago. Y cada vez se demoraba unos veinte minutos.

Nunca quiso levantarse tarde y antes que aclarara ya estaba en pie, aunque a veces se sentía agotada. Y cuando yo le protestaba un poco y la rogaba mirar por su salud, se limitaba a sonreír y me decía: "He estado tantos años lejos de Dios, que ahora quiero recuperar el tiempo perdido".

En la mesa casi no hablábamos sino de cosas espirituales y el hambre de mi madre por instruirse a fondo en la religión era insaciable. De modo que en la mesa me preguntaba todo lo que deseaba saber de religión y me exponía sus problemas. Muchas veces yo le hacía preguntas para examinarla, y preguntas difíciles, y esto la encantaba, porque, como decía, así yo la obligaba a pensar y a ahondar más. En la noche, a la hora de comida, guardábamos silencio; pero no era por penitencia sino porque ambas sentíamos la necesidad, después del trabajo del día, de callar y escuchar a Dios en profundo recogimiento para intensificar nuestra vida interior.


Amor de obras

Mi madre amaba de un modo especial a Jesús Sacramentado. Como los días de trabajo podía oír una sola Misa, los domingos y fiestas casi no salía de la iglesia. El desayuno no le hacía falta, decía, y su confesor tuvo que obligarla a tomarlo, porque de lo contrarío tal vez no habría desayunado en toda la mañana. Cuando podía, asistía a las adoraciones nocturnas de la parroquia, a pesar de su cansancio. ¡Era preciso orar y sufrir por amor a Jesús! Y su amor a Cristo fue un amor de obras. Fue tenía límites su caridad con los pobres; pero lo que es mucho más admirable, conservó siempre una inalterable dulzura, aún en circunstancias en que ella sabía muy bien que se estaba abusando de su bondad.

Después de la muerte de mi padre fuimos a vivir con una señora viuda que tenía un único hijo que hacía sus estudios en la universidad. Esta pobre señora probó la paciencia de mi madre hasta el extremo de cortarnos la luz eléctrica en las tardes, y por economía obligó a la cocinera a servirnos la comida medio cruda. Y no solamente se servía la comida medio cruda y en dosis homeopática, sino además en tal forma que muchas veces no la soportaba el estómago delicado de mi madre. Estuvimos cuatro años en esa casa, hasta establecernos en Valparaíso. Ella se preocupaba de comprar para mí todo cuanto juzgaba necesario para alimentarme, pero no tocaba nada. Jamás en cuatro años la oí una protesta; disculpaba a aquella señora y trataba de atraerla a la fe con su inalterable mansedumbre, lo que por desgracia no pudo conseguir. La pobre señora murió poco después que mi madre casi repentinamente, después de haber vivido veinte años lejos de Dios.

Mi madre ofrecía de un modo especial todas sus oraciones y sacrificios por la santificación del clero; con toda sencillez me había imitado en esto y posponía todas las demás intenciones. Cuando llegaba, pues, mi día - siempre he celebrado el aniversario de mi bautismo, ella me decía: "Hijita, lo ofreceré todo por ti en segunda intención, porque en primer lugar están los sacerdotes". Yo misma se lo recordaba a menudo, para que el amor a su hija no les quitara nada a los ministros del Señor. Y mi madre fue fiel hasta la muerte. Por lo demás, mi madre trabajó activamente por salvar y hacer bien a todas las almas que podía, y a veces lograba resultados admirables.


Dios recompensó su generosidad

A medida que mi madre se iba uniendo más y más a Dios en la oración y el sacrificio, su mismo cuerpo tomaba un no sé qué de espiritual, que llamaba la atención a cuantos la conocían de cerca. Irradiaba una dulzura, una paz, una modestia tales, que un día una religiosa que estaba unida a mi madre por estrechos lazos de amistad, dijo a su superiora: "Poca vida le queda a esta señora". "¿Por qué? - preguntó la superiora sorprendida - ¿Está enferma?" "Está muy bien de salud, pero tiene algo que ya no es de este mundo".

En realidad, le quedaba apenas un mes de vida. Tengo este detalle de la misma religiosa amiga de mi madre. Tenía el presentimiento de su muerte con dos años de anticipación, y para prepararse pidió al Padre M. le permitiera hacer confesión general. A mí misma me decía con frecuencia que no alcanzaría la edad de mi abuela, muerta a los ochenta y seis años; que moriría quizás pronto y repentinamente. Deseaba morir de enfermedad corta y tenía singular predilección por la fiesta de la Purificación.

En enero de l936 nos trasladamos a Chorrillos, cerca de Valparaíso y esto fue para mi madre un gran sacrificio, porque significaba para ella renunciar a cuanto amaba en Santiago. Ya no haría clases en su querido colegio del Buen Pastor, ya no tendría la dirección espiritual del Señor J. S. que se había hecho cargo de su alma al haberse trasladado el Padre M. a Chillán, y Dios le impuso otros sacrificios más que no quiero enumerar al detalle… Ella hizo generosamente el sacrificio que el Señor le pedía y Dios recompensó su fidelidad.

Con el objeto de pasar el mes de febrero en el sur – era el mes de vacaciones que le quedaba -, volvió a Santiago el 31 de enero para seguir su viaje en los primeros días de febrero. Gozaba entonces de perfecta salud, y aquella mañana del 31 de enero sucedió algo muy especial. Juntas habíamos oído la Santa Misa y yo tuve naturalmente la intención de salir con mi madre de la iglesia y darle un abrazo de despedida; pero no sé en qué momento salió ella calladita en tal forma que nadie se dio cuenta. Cuando lo advertí, era tarde, y entonces tuve claramente la intuición de que no la volvería a ver. Quise luchar contra esta impresión, pero inútil y al mismo tiempo comprendía que esto era lo mejor y por eso el Señor disponía las cosas así.

Entre tanto mi madre llegó a Santiago en perfecta salud y se alojó en su colegio del Buen Pastor. Al día siguiente se sintió algo indispuesta, pero no le dio ninguna importancia. El domingo 2 de febrero - fiesta de la Purificación - a las tres de la tarde se me avisó por teléfono que fuera inmediatamente a Santiago, porque mi madre estaba gravísima.

Durante las dos horas y media de mi viaje – en automóvil - no pude pensar sino esto: Dios ha dado gusto a mi madre y le cumple todos sus deseos. Moría como lo había deseado, de enfermedad corta en la fiesta que amábamos tanto de la Purificación. ¡Qué “Nunc dimittis” podía entonar ella! Moría después de ocho años totalmente consagrados a Dios después de haberlo sacrificado todo por su amor: moría rodeada de sus queridas monjitas y sus amigas, asistida por su director. Y sería eternamente feliz; viviría la única, verdadera y eterna vida...
Y yo misma sentía en mi alma un reflejo de esa felicidad...


Será feliz para siempre

A medida que me iba acercando a Santiago, comprendí que Dios me iba a pedir un último sacrificio y que encontraría a mi madre muerta. El abrazo y el beso que hubiera querido darle el día que tomó el tren o por lo menos ahora, quedarían para el día de la eternidad… ¿Qué importa? Ella sería feliz, ya no sufriría. Es preciso amar para saber y comprender lo que significa esta frase: ese ser que tanto amo, será feliz para siempre… la felicidad que aguardaba a mi madre me embriagaba a mí misma.

Cuando llegué a Santiago, mi madre acababa de expirar, mientras las religiosas a insinuación de su confesor, le estaban cantando las Completas del Oficio divino, que ella acostumbraba rezar casi todos los días. Al llegar al cántico del anciano Simeón, el “Nunc dimittis”, al Gloria Patri, mi madre se transfiguró y se durmió en el Señor. Yo estaba como fuera de mí y toda trémula de emoción, caí de rodillas y entoné desde lo más íntimo de mi alma el Magnificat… Dos noches velé aún junto a ella; estaba mi madre como transfigurada y ¿por qué no había de imprimir en su cuerpo el alma al abandonarla, como un reflejo de su felicidad? La última noche la pasé entre mi madre y Jesús Sacramentado, en la iglesia de San Pedro – que pertenece al colegio -, y la pasé cantando. Mientras las buenas religiosas dormían y nadie perturbaba mi dulce soledad, entonaba a media voz el Magnificat en acción de gracias y el Credo para afirmar que volvería a ver a mi madre amada. En la pequeña iglesia vacía, en el silencio de la noche, resonaba el canto y me parecía como que de lejos, de los esplendores de la gloria, me contestaban. ¡Oh! para el alma que vive de fe, no hay más muerte que el pecado; lo que el mundo llama muerte es el comienzo de la verdadera vida. ¿Por qué había yo de llorar a la que vive eternamente?

La Misa del día siguiente me parecía de gloria. ¡Estaba yo más en el cielo que en la tierra! ¡Por última vez antes de dejar a mi madre dormir en su última morada cantamos una vez más el “Nunc. dimittis”, con Gloria Patri...


Un solo deseo

Y ahora, al terminar el sencillo relato de la misericordia de Dios, que es infinita, para con mis padres y conmigo, ¿qué puedo decir? La respuesta a tanto amor es muy sencilla: sé que debo ser toda de Dios y tengo un solo deseo: darme a El sin restricción ni reserva, como los santos se han dado y se sacrifican totalmente por la gloria de Dios y la salvación de las almas. ¡Que el Señor me dé su gracia y me basta! Ya sé que si soy fiel, me espera un día la misma eterna felicidad de que están gozando mis padres. El cielo es la última palabra del amor de Dios a los hombres y allí espero cantar un día yo también, eternamente, las misericordias del Señor.